El desliz del rocío

Una mañana de fines de abril, casi desmayada de gozo por la fragancia de una rosa, una gota de rocío le dijo:

-Tantas horas para descender hasta ti y un poco de luz y tu perfume me disipan.¿No podrías hacer algo para sostenerme un poco más entre tus brazos?

-Por leve y delicada que sea tu presencia-contestó la rosa-,la lenta danza de mis pétalos emana un calor que no controlo. Al abrirse se desprenden de ti, y cuanto más sol reciben más secos se tornan.

-Pero-insistió la gota de rocío-, si aumento tu nitidez, dilato tu piel, amplío tus venas ¿no merezco por ello un rato más entre tus pliegues?

-También yo quisiera permanecer entre el pimpollo y la última luna de abril-suspiró la rosa-, intacta, girando sobre mi misma como las túnicas de carne en el corazón del ruiseñor. Pero la juventud, como dijo un poeta al que amé, es un instante de plenitud sobre el cáliz de la ignorancia. Deshace su esplendor en fugas y deseos y rehace su dolor entre sus días de fuego.

La gota comenzó a deslizarse, poco a poco, décima a décima de milímetro hacia el centro de la flor y a medida que descendía hacia los dorados estambres veía empequeñecer su destino, confundir su cualidad de lágrima celeste con el compacto polen de la rosa.

-Oh delicia, delicia y tortura-exclamó, con una voz que sólo las mariposas podían oir-, cuanto más hondo entro en ti menos yo soy.

-Eso se llama amor-sonrió la rosa.

-Un desliz de la transparencia a la oscuridad, del disperso canto del día a los brazos estrellados de la noche-confesó, perpleja, la gota, mientras desaparecía en el interior de la corola.

-Eso es amor-repitió la rosa.

Mario Satz. El pintor de sonrisas