El fabricante de lápices

Hacia el fin de su vida el Rabí Amós Ishtob de Iambol solía contar una y otra vez la siguiente anécdota:
-No siempre nuestras buenas acciones conducen a los demás a adelantarse a sí mismos, a veces los hace retroceder, retroceder con gratitud hasta lugares insospechados.
-¿A qué te refieres, maestro?-le preguntaban, educadamente, sus discípulos.


Ocurrió hacia fines de verano-contó Amós Ishtob-.

Me detuve en una posada cerca de Sliven para conocer al personaje más famoso del lugar, el fabricante de lápices Isaías Parón, quien me llevó a su pequeño taller en medio de un bosque que ya amarilleaba y estaba tan cargado de trinos que los árboles temblaban.


Elimélej y Guidón, los discípulos más cercanos al maestro, estiraron levemente sus cuellos. Aunque ya la conocían, oír esa historia les proporcionaba un placer siempre renovado.

Mucho de lo que repiten los ancianos, se decían, merece ser repetido. Por poco que se les preste atención, su discurso gana en fuerza y claridad.


-En la minúscula fábrica -prosiguió el rabí-, que el artesano llevaba con un sobrino silencioso y gris, se acumulaban el grafito y el álamo blanco, la pintura roja y la laca negra. Las herramientas eran escasas y antiguas. Todo tenía un aire de cueva mágica y el aserrín atenuaba, a más de nuestros pasos, la voz de su dueño.


-Elimélej pensó: ahora el maestro se llevará la mano a la barbilla y confesará lo más revelador: ¡Isaías Parón no sabía leer ni escribir! Guidón pensó: ahora el maestro dirá cómo decidió hacer su mitzváh.(prescripción).


-Al confesarme que era analfabeto-prosiguió Amós Ishtob – un frío me arrugó la cara. Su caso me pareció semejante al de aquel luthier que hacía violines y no sabía música. Entonces le ofrecí enseñarle a leer y a escribir en la época del año que él tuviese menos trabajo y así fue como acabé hospedándome en Sliven y yendo, todas las tardes de la primavera siguiente, al taller del fabricante de lápices.


-Ahora es cuando el maestro cierra los ojos y respira hondo, pensó Guidón.

-Ahora es cuando sonríe con orgullo, masculló Elimélej.


-Le gustaban la alef y la lámed, la shin y la tau -prosiguió Rabí Amós-. En menos de dos meses aprendió a escribir su nombre, el de su sobrino y el de las herramientas que hacía años empleaba. Leímos juntos un poco de Torá y el pasaje de la Mischná que dice que los vocablos de la sabiduría son como vasos de oro: si uno los pule con devoción ¡reflejan su propio rostro!
La esposa de Guidón, en cuya casa estaban, sirvió el té y dejó el resplandeciente samovar cerca por si deseban beber más.


-Pasó un año, y luego otro más-dijo Rabí Amós Ishtob-, y como le recomendara que siguiese ejércitándose en la lectura y la escritura, agregando que ya pasaría yo un día para constatar sus progresos, llegado el momento me dirigí a Sliven y fui a la fábrica.
 Entonces se abrazaron enseñante y enseñado, recordó Guideón.

-Ahora nos explicará el misterioso efecto de su buena acción, caviló Elimélej.


-¿Y qué Isaías? ¿Qué has aprendido en todo este tiempo?, le pregunté, tras recordarle que lo bueno de la escritura que leemos es que nos permite volver al pasado, recuperar parte de su encanto y sentido y proyectarlo luego hacia el futuro.

´´Exactamente eso es lo que hice, maestro´´, me respondió. ´´Una mañana, sosteniendo el lápiz y antes de escribir, pensé en todas las manos que además de las mías habían contribuido a su creación. Las del vendedor de madera, las del minero que extrae el carbón y las del que refina el grafito. Pensé en el que hace la pintura y en el que hierve la laca, evoqué al que transporta y al que pesa, así hasta contar unos cincuenta dedos más o menos.´´


-Extraordinario-suspiró Guideón, para estimular al maestro.


-Sagaz y sorprendente-agregó Elimélej. 
El Rabí Amós Ishtob se removió en su silla tal y como era habitual en él cuando llegaba a la médula de su exposición, y dijo:


-A continuación el fabricante de lápices me miró con toda la seriedad del mundo y explicó: ´´Si la escritura y la lectura, que nos permiten revivir el pasado y disfrutar de sus mejores logros, no nos conducen a los hombres que los gestaron ¿de qué sirve leer, qué utilidad tiene el escribir?. Tú me volviste consciente del valor de mi trabajo y yo, a mi vez, visité a los dueños de todas esas manos para agradecerles su parte en el proceso y volverles conscientes del suyo.

´´
Hubo un breve silencio sólo coreado por los sorbos de té que maestro y discípulos bebían. Un silencio tras el cual el maestro agregó:


-Poca cosa es un hombre sino reconoce la obra de las manos de quienes contribuyen a que lo sea.

 La mitzváh  o prescripción es, entre los hebreos, el mandato a realizar una buena acción, un acto que se hace en favor de uno mismo y de otros. Dado que en el interior de esa palabra hallamos otra, matzáh , el pan ácimo que se come en la Pascua y que pasará a ser, en el cristianismo, la hostia, los estudiosos sostienen que las buenas acciones pueden ser delgadas y casi tan insubstanciales como el citado alimento, pero su sentido profundo nos alimenta y nutre nuestra relación con los demás.

Mario Satz; Alrededor de una nuez.